09 diciembre 2016

Una fábula.

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Érase una vez una chica, normal, como todas las demás. Era divertida, alta, delgada y muy resultona, lo que le daba una seguridad de la que carecía su entorno, cargado de los típicos complejos veinteañeros.

A la chica le gustaba tener una amiga íntima, una confidente. Así que cuando se acercaba más a una de sus amigas, conseguía que la elegida se sintiera muy especial, con tantas atenciones.
Ejercía estupendamente de mejor amiga y escuchaba todas las confesiones, secretos, deseos y anhelos… Ya se sabe cómo son de intensas las amistades a los veinte.
La chica parecía buena gente; escuchaba, aconsejaba y también contaba algún pequeño secreto: un cotilleo, una noticia de última hora o algo que no debería decir pero que sí compartiría con su nueva mejor amiga porque eso la haría sentirse todavía más especial.

Sin embargo, había una pequeña trampa, todo lo que la chica contaba estaba cargado de intención -mala, por supuesto-. Su mejor amiga del momento no lo sabía, claro, estaba bajo el influjo de su magia, encantada siendo el objeto de sus atenciones y confidencias.
La chica era sibilina, manipulaba tan discretamente que a su amiga le resultaba imposible percibirlo. Le contaba que alguien la había criticado -un mal tremendo en un mundo de inseguridades- pero que ella había salido al rescate, blandiendo su espada de amistad y defendiendo su honor.
Y volvía a ocurrir, una y otra vez, hasta que su amiga pensaba que vivía en un mundo tan hostil que su único apoyo era aquella chica; se sentía tan sola e incomprendida ante semejante avalancha de maldad…
La amistad duraba una temporada y, de repente, la chica se esfumaba. Desaparecía, sin más, dejando a su amiga desconcertada, triste y muy sola. Había cavado una fosa a su alrededor y quemado el único puente al huir de su vida.

Entonces, la chica encontraba una nueva mejor amiga.
Y luego otra.
Y otra más.


El tiempo pasaba, la chica crecía y todas sus ex mejores amigas también.
Se formaron nuevos lazos, se desempolvaron antiguas amistades, se contaron nuevas confidencias, secretos, anhelos y decepciones.
Para sorpresa de todas, la chica siempre resultó ser la decepción común para las que formaron parte de su vida. Hablaron de ello, porque les dolió mucho en su corazón adolescente, y entonces descubrieron la verdad. Todo lo que había contado la chica era una sarta de mentiras.
Entre todas, tiraron de la manta con fuerza, dejando a la chica sin careta. Y lo que vieron fue un personaje grotesco, envidioso, malicioso.

Pero la chica seguía mintiendo, intentando manipular, creyendo en su capacidad para sembrar malentendidos, pensando que su poder sobre las demás permanecía intacto. ¡Pobre ilusa!


La chica no se imagina, o prefiere no hacerlo, que ya nadie la cree.
La chica no piensa en lo ridícula que resulta.
Y la chica mentirosa está sola porque sembrando desconfianza, la tierra se vuelve yerma.
No hay cosecha.
No queda nada.

4 comentarios:

  1. Lo increíble de esta fábula es que no pasa sólo cuando tienes poca edad es que pasa con 40 años con 60 o hasta con más.
    Hay que estar preparados para verlos venir , porque aunque parezca mentira casi siempre te coge desprevenida pero ya no hace tanto daño y además se pasa enseguida, son pobres personas que no merecen la pena.

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    1. Supongo que siempre esperamos que la gente sea relativamente normal; ¿para qué complicarse tanto la existencia pudiendo no hacerlo?
      No sé, que se tumben en un diván y empiecen a largar porque, desde luego, algo no termina de funcionar bien en sus cabecitas maliciosas.

      Pero tienes razón, aunque nunca te lo esperes, su capacidad para hacer daño es cada vez menor. Y una vez que se descubre el pastel, ya no tienen ninguna.

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  2. Visto uno, vistos todos. Tienen el mismo modus operandi y se les cala rápido. Por lo general, su principal error, es menospreciar la inteligencia de los demás una y otra vez.

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    1. Subestimando a los demás, se les cala antes. ¡Menudo fallo de principiante para toda una vida de trolas y tejemanejes!

      Hacer el más absoluto de los ridículos es su pequeño castigo; el grande, la soledad.

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