Mi
tía tenía la teoría de que mi padre nos ha criado como a hombres. Supongo que
ser el mayor de cinco hermanos varones tuvo la culpa de su escaso conocimiento
sobre el universo femenino. Y si no quieres café, toma tres tazas, que somos sus
hijas.
Así
que, ahí se encontró él, un aventurero desastre con tres criaturas con lazos.
El panorama se presentaba complicado. Si a él lo que le gustaba era trepar, ir
al monte y construir mecanos, ¿qué hacer con tres princesas rosas? Su respuesta
debió de ser lo que me dé la gana.
A
mi padre le gustaba que fuéramos las más avezadas del parque. Bajábamos las
anillas como monos, callitos teníamos en las manos de tanto descenso. HermAna
era la única criatura allende los parques capaz de darse la vuelta y volver a subir
por ellas. Los chavales alucinaban, generando muchísima vergüenza infantil y
una grandísima satisfacción paternal.
También
era el único progenitor que enseñaba a su prole un uso alternativo y más
peligroso de los columpios, haciendo oídos sordos a nuestros temores.
- Papá, es que me da miedo.
- ¡Qué miedo ni qué miedo! ¡Anda, tira que de aquí no
nos vamos hasta que trepes hasta arriba y bajes!
- Es que sola no puedo.
- Pues yo no te voy a ayudar a bajar así que tú verás
cómo hacemos.
Y,
claro, no quedaba otra, dándole la razón a mi padre y alas para la próxima
sesión.
Odiaba
las Barbies así que en mi casa no
entraban. Podíamos tener un Nenuco, una
Nancy, las Barriguitas o a Chabel
(la versión de FEBER, para la que se acuerde) pero la rubia tetona no era
bienvenida en nuestro hogar. Así que yo, que siempre quise una, sólo pude tener
a la colega morena con el precioso nombre de Princesa Laura. No quiero saber cuántas discusiones le costaría a
mi madre conseguir colar el ejemplar por mi cumpleaños.
Nos
llevaba al monte siendo auténticos renacuajos. Y no me refiero a un paseíto de
una hora, hablo de excursiones de día entero. Toda la jornada andando (siempre
me ha parecido que se las ingeniaba para que sólo tocara subir) con cuatro o
cinco años. De dar la mano, nos olvidamos. En algún momento de compasión nos
dejaba agarrarnos -que a esas alturas era casi colgarnos- de las correas de la
mochila.
- Papá, no puedo más.
- ¡No digas no puedo más porque siempre se puede!
- Papá, es que estoy muy cansada.
- Pero si acabamos de salir.
Con
él hicimos nuestro primer rapel y aprendimos una valiosa lección: como el
mosquetón te pille un mechón, reza para estar muy cerca del suelo. El miedo lo
teníamos, pero fuimos aprendiendo a lidiar con él. Si mi padre decía que se
bajaba por ahí, sólo era una cuestión de tiempo acabar haciéndolo.
- Papá, no me atrevo.
- ¡No digas tonterías!
- ¡Es que no sé! ¡¿Y si me caigo?!
- ¡Qué gilipolleces son ésas!
Y
todo eso mientras seguíamos sus indicaciones:
- ¡Pon un pie ahí! ¡Ahí no, hombre! ¡Allí!
- ¡Baja más el culo!
- Los pies a la altura de la cara, bonita.
- La mano así no.
- ¡Qué bajes más el culo!
- ¡Ya está! ¿Ves qué bien lo has hecho?
Creo
que mi tía se refería a que no jugábamos a las princesas ni a las casitas, con papá
corríamos aventuras. No nos protegía de lo que temíamos, nos animaba (empujaba
incluso) a hacerlo. Nos enseñó lo que a él le gustaba y, sobre todo, a ser valientes.
Pero mi tía ha sido siempre muy exagerada...